Hospitales y muerte

Publicada el 28 marzo, 2011

La muerte de recién nacidos causada por contaminación bacteriana  no ha de ser muy inusual, especialmente cuando se trata de infantes prematuros con delicado estado de salud; lo que es una gran irresponsabilidad, incluso culposa de algunos, es que estas sucedan repetitivamente sin que se tomen medidas emergentes para detenerlas.  Esto es lo que ha pasado en un hospital estatal de Guayaquil, donde las muertes llegaron a nueve antes de que se proceda a enfrentar el problema higiénico causante de las fatalidades, algo parecido sucedió hace apenas cinco años en un hospital público de Chone, cuando ocurrieron más de dos decenas de muertes antes de que las autoridades tomaran cartas en el asunto.  Estos hechos revelan una gran falla en el sistema administrativo estatal ecuatoriano.

Esos penosos fallecimientos, no son sin embargo el tema principal de estas reflexiones, sino la muerte en este siglo XXI de personas que sin esperanza de sanación, por enfermedad terminal o avanzada edad, son llevados a hospitales o clínicas.

La muerte de cualquier ser humano es dramática, simplemente porque es definitiva y el fin de una vida, que, larga o corta, fructífera o desperdiciada, es una sola para cada individuo;  más allá de la eterna vida espiritual en que confiamos cristianos y otros creyentes.  La muerte súbita, accidental, de jóvenes empezando a vivir, o personas en la flor de su existencia, de madres o padres con hijos dependientes, de personas públicas que sirvieron de manera positiva a la sociedad, es trágica;  pero la de personas con enfermedades progresivas y sin posibilidad de curación, en muchos casos con dolores y angustias soportables solo con fuertes medicamentos, así como la de personas de edad muy avanzada, es hasta cierto punto, un alivio, un descanso, un encuentro con la paz en un destino inevitable.

Mario Vargas Llosa en El paraíso en la otra esquina imagina los últimos pensamientos de Flora Tristán y Paul Gaugin en los momentos de sus muertes, en una época en que estas ocurrían en casa, y no había medios artificiales de prolongación de la agonía.  Hoy en día cuando personas que están en irrevocable transito a la muerte son llevados a hospitales, son generalmente sometidos a conexiones con todo tipo de aparatos, entubados para respiración artificial, alimentados por mangueras, todo con el fin de alargarles la vida.

Pero ¡qué vida esa!  Sin hablar o comer, ni gozar siquiera los sabores.  Encima de todo, con la terrible molestia de estar entubados, de la que algo conocemos los que hemos estado en cuidados intensivos luego de operaciones.  ¿Qué sentido tiene hacer sufrir eso, al que está al borde de la muerte?  No es preferible, que el inminente final de la existencia ocurra de manera más apacible, sin tanta angustia, rodeado de seres queridos en un cuarto normal, mejor aún, en el propio hogar.  ¡Reflexiones del siglo XXI!

Dr. Benjamín Rosales Valenzuela

Publicado en: Diario EL COMERCIO

Déjanos un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *